Hace poco tiempo leí un libro que me abrió nuevamente los ojos ante una cruda realidad: reconocer que en el seno de la iglesia cristiana se pueden manifestar las mismas conductas y pecados que se dan en el mundo sin Cristo. El título del libro es “Dimensiones del cuidado y asesoramiento pastoral: aportes desde América Latina y el Caribe”, editado por Hugo Santos.
Cuando abrí el índice del libro, rápidamente me llamó la atención el capítulo 16 titulado: «Alternativas piscopastorales para superar situaciones de violencia intrafamiliar; escrito por Marlin Teresa Duarte, psicóloga nicaragüense con estudios teológicos. Por un lado, me alegró ver que ya existen aportes de reflexión y trabajo pastoral por parte de latinoamericanos, y particularmente de mujeres. Pero, lo que más me impactó fue conocer que el problema de violencia intrafamiliar se ha instalado y crece en los hogares de nuestras iglesias evangélicas.
En un estudio hecho por Duarte con mujeres evangélicas de 4 diferentes denominaciones en Nicaragua, se mostró el siguiente resultado: en la iglesia Asambleas de Dios, el 60 % de las mujeres son maltratadas. En la Iglesia de Dios, el número sube a un 65%. De la Convención Bautista el porcentaje es de un 53.8. Y en las iglesias evangélicas Centroamericanas, un 68.8% son maltratadas física, emocional y económicamente. La violencia sexual sobresale en tres de estas denominaciones, alcanzando un 25.8%. Al enfrentarnos a los datos anteriores no nos queda más que hacernos aquella popular pregunta: ¿Qué nos pasa?
Una respuesta es que un gran porcentaje de los que dicen ser creyentes han dejado de comportarse “como es digno de la vocación con que fueron llamados” (Ef. 4:1). Es decir, no viven de acuerdo a la enseñanza de la Palabra (que en muchos casos enseñan), sino a los patrones del mundo. Según Pablo, Dios ha formado en Cristo una nueva humanidad, hombres y mujeres que tienen el poder del Espíritu Santo para modelar una nueva manera de vivir, libre de cualquier tipo de violencia. Y es precisamente en el hogar donde principalmente se muestran los quilates de nuestra fe y la autenticidad o falsedad de nuestra espiritualidad.
Más adelante en el texto, Pablo se refiere específicamente a la trágica realidad manifestada en la vida de aquellos creyentes que han optado por ser “clones” del mundo (Ef. 4:17-24). Al leer el pasaje podemos apreciar que la enseñanza principal es que la conducta de la persona en Cristo debe ser distinta a la del no cristiano. O en palabras más directas: los creyentes deben dejar de vivir como incrédulos. Y es que vive como incrédulo aquel hombre o mujer que recurre a la violencia verbal, física, sexual y emocional contra cualquier otro ser humano. Vive como incrédulo, aquel varón (casado o soltero) que ejerce violencia contra la mujer, especialmente en la intimidad del hogar. Pablo afirma en este pasaje que la conducta típica de la gente sin Cristo es vivir sin temor a Dios. No es extraño entonces que para los no cristianos lo normal puede ser mentir, robar, chismear, la infidelidad, el odio y la violencia. Pero, lo que sí es extraño es que estas conductas se manifiesten en personas que digan conocer a Cristo. Por esto las preguntas: ¿Cómo es posible que un 68% de esposas evangélicas sean maltratadas por sus esposos “cristianos”? ¿Qué nos pasa?
En los versículos citados anteriormente se pueden encontrar dos razones de peso para hacer lo que Pablo pide a la iglesia: 1. La triste realidad de las personas sin Cristo (vs. 17-19). Es decir, se puede entender, por así decirlo, porqué algunos no creyentes viven como viven, (aunque hay sus excepciones). 2. En Cristo, los creyentes tenemos un nuevo modelo para imitar (vs. 20-21). Cualquier manifestación de conducta, pecaminosa y violenta, no es parte de la enseñanza y “la verdad que está en Jesús”. Estas son dos razones indiscutibles para que los creyentes, que vivan como incrédulos, sean desafiados a dejar cualquier conducta que deshonre el nombre de Cristo.
Ya en los versículos 22 al 24 Pablo anima a los creyentes para que dejen de vivir como incrédulos, mostrándoles que es posible cambiar, que hay recursos en los cuales podemos enfocarnos y cooperar. Particularmente en el v.22 nos desafía a desechar los viejos patrones de conducta, mayormente aprendidos en las generaciones pasadas y en la cultura popular contemporánea. La figura es la de un hombre viejo, deformado y corrupto, cuyos harapos debemos desechar. También Pablo nos anima a encarnar nuevos patrones de conducta, consecuentes con Cristo y la nueva persona que Dios hizo en nosotros. Aprender a ser verdaderos seres humanos. En esta nueva humanidad la violencia intrafamiliar, en cualquiera de sus formas, es inhumana.
Por último, para dejar de ser “clones” del mundo, el apóstol nos exhorta a permitir que la Palabra transforme nuestra mente constantemente. Es decir, que entendamos la dimensión espiritual (no sólo interpretativa) de su contenido para que podamos vestirnos del modelo de Cristo, en “justicia y santidad de la verdad” (v. 24). Solamente al obedecer esta Palabra es que se podrá dejar de vivir como incrédulos y manifestar al mundo que los creyentes y la iglesia somos una nueva humanidad, libres de cualquier atadura de violencia.
Unas palabras finales: primero para las mujeres cristianas que viven cualquier tipo de violencia. Es hora de no quedarse calladas, de hablar y hasta denunciar al agresor. Vivir así no es normal y de ninguna manera es la voluntad de Dios. Para los hombres violentos, hay esperanza y posibilidad de arrepentimiento y cambio. Pero, para que esto suceda es necesario buscar ayuda antes de que sea demasiado tarde.